Cuento,el señor abrigo.
El señor Abrigo
El señor Abrigo llegaba siempre a Ciudad Alegre con la primera nevada
del año… o tal vez era la primera nevada del año la que llegaba siempre con el
señor Abrigo. A saber.
Fuere el uno primero y la otra después o la otra primero y el uno
después, el caso es que, en cuanto el primer copo de nieve comenzaba a caer, se
escuchaba a lo lejos el “ring ring” del timbre rojo de la roja bicicleta del
señor Abrigo.
Y antes de que el segundo copo tocara el suelo, la gente ya
estaba llenando las aceras, las ventanas, los balcones, las puertas de las
tiendas y hasta alguna farola, para ver al señor Abrigo dar su primer paseo por
la ciudad y darle la bienvenida:
-¡Bienvenido señor Abrigo! -gritaban.
-¿Cómo está usted, señor Abrigo? -le decían.
-¡Qué alegría verle de nuevo, señor Abrigo! -le saludaban.
Y el señor Abrigo, sin detenerse, sonreía, agitaba la mano y contestaba:
-¡Hola, hola, hola! ¡Qué gusto estar aquí de nuevo! ¡Hola, hola, hola!
Y seguía pedaleando por toda la ciudad mientras la gente -como cada año-
comentaba lo enorme que era su enorme abrigo naranja, y lo larga que era su
larguísima bufanda a rayas, lo enfadado que parecía su gato atigrado, sentado
tan estirado en la cesta de la bicicleta, o lo divertido que era ver al pequeño
cuervo negro del señor Abrigo echado sobre su boina azul.
Mientras tanto, la nieve se iba acumulando, el frío iba aumentando y la
gente, poquito a poco, se iba marchando sintiéndose feliz sin saber por qué,
como pasaba cada vez que el señor Abrigo andaba cerca.
El señor Abrigo vivía en la ciudad -nadie sabía exactamente dónde, cómo,
ni por qué- desde esa primera nevada hasta que caía el último copo de nieve. Y
durante todo ese tiempo, los habitantes de Ciudad Alegre -nadie sabía
exactamente cómo ni por qué- buscaban al señor Abrigo: los mayores, para
charlar, los pequeños para jugar y todos, todos, porque junto al señor Abrigo
se sentían la mar de bien.
El señor Abrigo para todos tenía sonrisas, para todos tenía tiempo, para
todos tenía una palabra, para todos tenía cariño. Escuchaba al señor Antonio,
el ferroviario jubilado, hablar de trenes. Compartía con doña Anselma, la vieja
maestra, recetas y chismes. Ayudaba a Pepe, el de la tienda de comestibles, con
el inventario y a Marisa, la panadera, con sus panes. Traía los bolsillos de su
enorme abrigo llenos de chuches y nunca se negaba a jugar con los niños. Nadie
se explicaba cómo lo hacía pero el caso es que el señor Abrigo, tenía tiempo
para todo y para todos y siempre, siempre, sonreía.
Pero aquel invierno, Ciudad Alegre no era tan alegre y ni el señor
Abrigo conseguía que sus habitantes olvidaran del todo sus problemas, sobre
todo los adultos. Y es que, en Ciudad Alegre, aquel año, había gente que no
tenía con qué calentarse, y gente que casi no tenía con qué alimentarse y
cuando llegara Navidad, no habría ni luces en las calles, ni grandes cenas en
las mesas, ni bonitos juguetes bajo los árboles.
Todos estaban tristes, mustios, apagados y ni el señor Abrigo, con su
bici, su cuervo y su gato, conseguía llevar la suficiente alegría a sus
corazones para compensar tanta tristeza.
El señor Abrigo no sabía qué hacer para que los habitantes de Ciudad
Alegre volvieran a sonreír como siempre lo habían hecho. Durante muchos días
paseó por la ciudad y pensó, habló con todos y pensó, observó lo que ocurría y
pensó. Una mañana, mientras daba uno de sus paseos, encontró, abandonado junto
a la basura, un viejo, viejo perchero y fue entonces cuando tuvo una de sus
locas y fantásticas ideas.
Se llevó el viejo, viejo perchero, lo decoró con guirnaldas, le puso
espumillón y colgó de sus múltiples brazos faroles, farolillos y lamparitas de
colores. Se lo ató a la cintura, subió a su bici, puso a su cuervo en la boina
y la boina sobre su cabeza, colocó a su gato enfadado y atigrado en la cesta, y
se fue a pasear por la ciudad.
Al verlo pasar, con su abrigo, su bufanda, su boina, sus animales y su
perchero, los adultos no podían evitar una sonrisa a pesar de la tristeza y los
niños, divertidos, saltaban, reían y corrían a su lado.
El señor Abrigo llevó su perchero de paseo por toda la ciudad y, aquel
primer día, los habitantes de Ciudad Alegre, iluminados por la luz de aquellos
faroles y animados por el pequeño gesto del señor Abrigo, empezaron a recuperar
la sonrisa y las ganas de hacer cosas.
Al día siguiente, el señor Abrigo volvió a coger perchero, bicicleta,
gato y cuervo y, todos juntos, volvieron a pasear por la ciudad, sonriente el
señor Abrigo, con cara de mal humor su gato, dormido el cuervo en su boina, lleno
de luz el viejo perchero. Y se paraba el señor Abrigo a hablar con éste y con
aquél y, en cada persona con la que hablaba, iba dejando una pequeña semilla,
una pequeña luz, una diminuta idea. Así, tras pasar el señor Abrigo -no se sabe
exactamente cómo ni por qué- los importantes dueños de las importantes empresas
decidieron dar trabajo a quien no lo tenía, se dio calefacción a quien pasaba
frío, alimentos a quien lo necesitaba y se reunieron juguetes para todos los
niños.
Al tercer día volvió el señor Abrigo a pasear con sus animales y su
perchero, y descubrió que los habitantes de Ciudad Alegre habían decidido poner
su propia decoración navideña en las calles: los balcones se llenaron de
guirnaldas, coronas y espumillón, en las ventanas se pusieron lamparitas,
farolillos y velas, y más de uno (y de dos y de tres) decidió sacar su árbol de
navidad a la calle. Ciudad Alegre nunca había tenido una decoración de Navidad
tan bonita y original como aquella.
El cuarto día, Nochebuena, todos los vecinos de Ciudad Alegre, sin decir
nada, sin ponerse de acuerdo, sin saber cómo ni por qué, se reunieron en la
Plaza Mayor para cenar todos juntos y, en el centro, presidiendo todo,
colocaron el viejo perchero lleno de luces del señor Abrigo.
No ha habido en Ciudad Alegre mejor Navidad que aquella.
El resto del invierno pasó, el señor Abrigo siguió escuchando a unos,
ayudando a otros y jugando con los más pequeños. Ciudad Alegre recuperó el
color y la sonrisa y, cuando el último copo de nieve comenzó a caer, el señor
Abrigo, con su enorme abrigo, su larguísima bufanda, su gato gruñón sentado en
su cesta y el pequeño cuervo dormitando en su boina, se fue montado en su roja
bicicleta haciendo sonar su rojo timbre. La gente llenaba las aceras, las
ventanas, los balcones, las puertas de las tiendas y hasta alguna farola para
despedirse:
-¡Adiós, señor Abrigo! ¡Hasta el próximo invierno!
-¡Cuídese mucho, señor Abrigo!
-¡Le echaremos de menos, señor Abrigo!
Y el señor Abrigo, sin detenerse, sonreía, agitaba la mano y contestaba:
-¡Hasta pronto, amigos! ¡Hasta el próximo invierno! ¡No dejen de
sonreír!
Y antes de que el último copo de nieve hubiera llegado al suelo, el
señor Abrigo desapareció tras la primera curva de la carretera y en el aire
sólo quedaba el “ring ring” del rojo timbre de su roja bicicleta.
Y en medio de la plaza de Ciudad Alegre se quedó aquel maravilloso
perchero que ayudó a traer de nuevo la sonrisa de todos sus habitantes.
Fin
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