Cuento,el indio errante que trajo el otoño.
El indio errante que trajo el otoño
Cuentan que en un país muy lejano vivió hace tiempo el Indio Errante.
Iba y venía a su placer, y al regresar las gentes se alegraban con los cuentos y noticias que
su amigo les traía. Les contaba de ríos caudalosos llenos de peces, de selvas vírgenes, de montañas
y de pampas.
Todos escuchaban complacidos y creían a pies juntillas los relatos del indio vagabundo; sin
embargo, hubo un día en que la confianza que en él tenían desapareció. Fue cuando les contó que
en las lejanas regiones del norte, de clima más suave, las hojas de los árboles no siempre eran
verdes, que en un tiempo dado se teñían de tonos amarillentos y rojizos, y la tierra parecía cubierta
de una capa de herrumbre.
Después llegaba la nieve o la lluvia y las gotas caían y caían hasta que de las ramas de los árboles volvían a nacer nuevas, vedes y brillantes hojas.
Y así año tras año y durante largos días el frío reinaba en aquel lugar. ¿Cómo podían creer
a su amigo vagabundo cuando les hablaba de aquella extraña estación que allá en el norte
llamaban otoño?
-Jura por tu honor que nos traerás el otoño- pidieron-. El Indio Errante dio su palabra.
Pasaron los meses y pasaron los años. El Indio Errante anduvo por todas partes y a todas
las gentes que encontraba pedía cómo hacer para llevar el otoño a sus amigos. Nadie en ningún
lugar pudo darle una respuesta.
Y su pelo encaneció; la edad y la fatiga volvieron sus pasos lentos. Sin embargo, jamás
olvidó su promesa.
Un día, era al final del verano, llegó a un lugar para él desconocido. La hierba no crecía y
no se oía ni un canto de pájaro. No había más que una pila enorme de piedras amarillentas que
señalaban el inicio de un sendero estrecho. El indio lo sigue y camina y camina hasta llegar a una
gruta. Allí, sentado en una piedra, se encontraba un gigante cubierto de pieles. Sus manos
jugueteaban con una pipa de hielo.
-Debería castigarte por haber venido a este lugar- dijo de mal talante-. Yo soy el Gran Señor del
Frío. Sé lo que andas buscando y nadie más que yo puede decirte lo que hay que hacer. Pero
antes, reflexiona: mis consejos te costarán la vida.
El indio responde:
-Me da igual. Seré feliz si me ayudas a cumplir la promesa que hice a mis amigos.
El gigante piensa un momento y dice:
- Ponte en camino lo más rápidamente posible. No muy lejos de aquí hallarás una gran piedra; bajo
ella nace el manantial del otoño. No tienes más que beber un sorbo de agua... Y ahora, vete. Estoy
deseando fumar mi pipa de hielo.
El indio se alejó a toda prisa; no había tiempo que perder. En el horizonte empezaban a
agruparse oscuras nubes y el silbido del viento ya se dejaba oír. No tardó en encontrar la gran
piedra; juntando sus escasas fuerzas consiguió apartarla: de allí nacía un agua límpida y rojiza.
Pero las nubes se acercaban y el viento embravecía la mar al tiempo que levanta castillos de
espuma. El indio no duda un momento. Arrodillándose, coge el agua con las manos y bebe muy
lentamente
Al ponerse de pie se ve incapaz de dar un paso. Poco a poco sus pies se hunden en la tierra
como si fueran raíces. Mira sus manos y ve cómo se van transformando en nudosas y retorcidas
ramas, de las que van naciendo pequeñas hojas...
Ahora, junto a la fuente, hay un árbol de hojas rojizas que brillan como rubíes.
El viento ha amainado, tan sólo se oye una brisa suave y en el cielo, las nubes, antes
amenazadoras, ahora se pasean suavemente.
Los indios salen de sus cabañas y contemplan maravillados aquel arbolillo de hojas rojizas.
Y dicen:
-Nuestro amigo el Indio Errante ha cumplido su promesa. Nos ha traído el otoño.
Cuentan que en un país muy lejano vivió hace tiempo el Indio Errante.
Iba y venía a su placer, y al regresar las gentes se alegraban con los cuentos y noticias que
su amigo les traía. Les contaba de ríos caudalosos llenos de peces, de selvas vírgenes, de montañas
y de pampas.
Todos escuchaban complacidos y creían a pies juntillas los relatos del indio vagabundo; sin
embargo, hubo un día en que la confianza que en él tenían desapareció. Fue cuando les contó que
en las lejanas regiones del norte, de clima más suave, las hojas de los árboles no siempre eran
verdes, que en un tiempo dado se teñían de tonos amarillentos y rojizos, y la tierra parecía cubierta
de una capa de herrumbre.
Después llegaba la nieve o la lluvia y las gotas caían y caían hasta que de las ramas de los árboles volvían a nacer nuevas, vedes y brillantes hojas.
Y así año tras año y durante largos días el frío reinaba en aquel lugar. ¿Cómo podían creer
a su amigo vagabundo cuando les hablaba de aquella extraña estación que allá en el norte
llamaban otoño?
-Jura por tu honor que nos traerás el otoño- pidieron-. El Indio Errante dio su palabra.
Pasaron los meses y pasaron los años. El Indio Errante anduvo por todas partes y a todas
las gentes que encontraba pedía cómo hacer para llevar el otoño a sus amigos. Nadie en ningún
lugar pudo darle una respuesta.
Y su pelo encaneció; la edad y la fatiga volvieron sus pasos lentos. Sin embargo, jamás
olvidó su promesa.
Un día, era al final del verano, llegó a un lugar para él desconocido. La hierba no crecía y
no se oía ni un canto de pájaro. No había más que una pila enorme de piedras amarillentas que
señalaban el inicio de un sendero estrecho. El indio lo sigue y camina y camina hasta llegar a una
gruta. Allí, sentado en una piedra, se encontraba un gigante cubierto de pieles. Sus manos
jugueteaban con una pipa de hielo.
-Debería castigarte por haber venido a este lugar- dijo de mal talante-. Yo soy el Gran Señor del
Frío. Sé lo que andas buscando y nadie más que yo puede decirte lo que hay que hacer. Pero
antes, reflexiona: mis consejos te costarán la vida.
El indio responde:
-Me da igual. Seré feliz si me ayudas a cumplir la promesa que hice a mis amigos.
El gigante piensa un momento y dice:
- Ponte en camino lo más rápidamente posible. No muy lejos de aquí hallarás una gran piedra; bajo
ella nace el manantial del otoño. No tienes más que beber un sorbo de agua... Y ahora, vete. Estoy
deseando fumar mi pipa de hielo.
El indio se alejó a toda prisa; no había tiempo que perder. En el horizonte empezaban a
agruparse oscuras nubes y el silbido del viento ya se dejaba oír. No tardó en encontrar la gran
piedra; juntando sus escasas fuerzas consiguió apartarla: de allí nacía un agua límpida y rojiza.
Pero las nubes se acercaban y el viento embravecía la mar al tiempo que levanta castillos de
espuma. El indio no duda un momento. Arrodillándose, coge el agua con las manos y bebe muy
lentamente
Al ponerse de pie se ve incapaz de dar un paso. Poco a poco sus pies se hunden en la tierra
como si fueran raíces. Mira sus manos y ve cómo se van transformando en nudosas y retorcidas
ramas, de las que van naciendo pequeñas hojas...
Ahora, junto a la fuente, hay un árbol de hojas rojizas que brillan como rubíes.
El viento ha amainado, tan sólo se oye una brisa suave y en el cielo, las nubes, antes
amenazadoras, ahora se pasean suavemente.
Los indios salen de sus cabañas y contemplan maravillados aquel arbolillo de hojas rojizas.
Y dicen:
-Nuestro amigo el Indio Errante ha cumplido su promesa. Nos ha traído el otoño.
Me gusta siseramente este cuento👍😉
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